A E UEM RO A ,
—¡Lo creo, a fe mía! Pero no es por culpa vuestra...
¡Y preciso es confesar que mi primo Carlos hace todo
lo posible por respetaros !
—¡Esto es odioso !—exclamó Luisa a punto de pro-
rrumpir en llanto—. ¡No tenéis entrañas cuando tan
isnominiosamente os conducís con vuestra madre!
-—¡Mi madre! ¡mi madre!-—murmuró el rey grave-
mente—. ¡Ay! ¡Señora, es preciso que haya entre
nosotros un disgusto para que apeléis a ese argumento!
En todas las demás circunstancias parecéis olvidar
que soy vuestro hijo.
Pronunció estas palabras con un dolor real y sin-
cero, en el que había aún más despecho que aflicción.
La regente miró al rey con expresión de encono, y
fuera de sí, con voz sibilante, gritó:
—¡Y a este hombre es a quien llaman «el Rey
Caballero» !
Por las pupilas de Valois cruzó un relámpago. Pa-
lideció.
—¡Os ordeno callar, señora!... ¡De lo contrario, me
obligaréis a acordarme de que soy el rey!...
La regente iba sin duda a replicar, cuando llama-
ron a la puerta; se abrió luego ésta poco a poco, y
una voz fresca y cristalina preguntó:
— ¿Puedo entrar?
Al mismo tiempo apareció una graciosa silueta.
El rey cambió de expresión como por encanto, y
dijo afectuosamente, con la voz un poco temblona aún:
—¿Eres tú, Margarita?... Ven, hermana querida.
Y Margarita de Valois, duquesa de Alengon, penetró
en el gabinete, en donde saludó a su madre, que per-
manecía de ple, inmóvil, rígida, en medio de la estancia.
Con gran asombro de la joven, Luisa de Saboya,
sin responder a su saludo, se dirigió rápidamente hacia
la puerta, y la cruzó sin decir una palabra,
181