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GEORGES SPITZMUL ER
-——¡Oh, caballero! No estaría bien que yo pensara
en echaros en cara la situación en.que OS encontráis
actualmente. ¿No soy yo la causa de ello?... ¡Tengo
tanto que hacerme perdonar !... a
—El consejero d'Assigny no tiene nada que perdonar
a la condesa de Cháteaubriant—, declaró el joven.
La condesa murmuró, sonriendo:
—Gracias, caballero, por vuestra magnanimidad...
Sois, en verdad, un hombre como se encuentran pocos.
Vuestra generosidad me confunde... vuestra franqueza...
——Permitid que os interrumpa, segora-—, articuló al
oír estas palabras el exconsejero—. Precisamente desde
que os halláis aquí, estoy avergonzado del movimiento
involuntario que me ha obligado a ocultar esto,
Apartando los manuscritos que lo tapaban, mostró
un librito.
—¡Pero, caballero! ¡tenéis libertad para pensar y
hacer lo que queráis !—exclamó Francisca—. Yo hu-
biera debido, por lo demás, anunciaros mi visita; no he
podido hacerlo, y me he atrevido a sorprenderos.
—Señora, como quiera que sea, mi gesto ha sido un
indicio de desconfianza, un movimiento de hipocresía...
Mirad, quiero que veáis vos misma lo que leía.
La condesa cogió el libro, y, rápidamente, volvió al-
gunas hojas.
— ¿Qué es esto?—preguntó con sincero asombro.
—Las tesis de Lutero.
— ¡Lutero! ¡Ese maldito renegado que quiere refor-
mar la religión católica !... ¿Y vos legis esto, caballero?
El exmagistrado pareció, por un instante, confuso y
turbado. Luego, hatiendo un esfuerzo, dijo:
—Lo leo, señora, porque aquí encuentro mucha sabi-
duría y mucha verdad.
—¿Cómo puede circular libremente semejante libro?
—exclamó Francisca, indignada.
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