GEORGES SPITZMULLER
—Dejemos estas cuestiones, caballero. Yo he venido
para cosa muy distinta... Tengo prisa, y Dios sabe
cuándo me será posible volver a visitaros... Veréis lo
que tenía que pediros...
Vaciló.
Hablad, señora.
—Por razones demasiado largas de explicar ahora,
quiero separarme de mi marido,
—¡Separaros!
—Si, y sólo de vos espero el apoyo que me ayudará
a tomper estos lazos que me ahogan. Vuestra fama de
magistrado, la autoridad de que gozáis como abogado
del Parlamento de París, harán fácil la empresa para
vos... si es que consentís en encargaros de mi causa.
—Pero, señora, aunque vuestra unión fuese anulada
por un fallo del Parlamento—, suponiendo que yo lo
obtuviese—, quedaría el matrimonio religioso, que no
puede disolverse tan fácilmente.
—Con respecto a ese punto, estoy segura de conse-
guir lo que deseo... Tengo protectores cerca de la curia
romana, y no está ahí el escollo para mi.
—¡Ah! si—, murmuró d'Assigny-—; por lo que hace
a la Santa Sede, en efecto, es probable que logréis
vuestro propósito...
—¿De modo, que me prometéis vuestro apoyo?
— ¡Ay! señora... os lo prometo... cualquiera que sea
el dolor que me cause el ayudaros en semejantes cir-
cunstancias.
La condesa se estremeció.
—¿Dolor? ¿Y por qué razón? ¿Cuáles son las cir-
cunstancias a que aludís?
El rostro hermoso y correcto del abogado adquirió
una expresión grave y triste.
—¡Dios mío! señora—, respondió con voz algo alte-
rada—, aunque vivo alejado de la corte, estoy al tanto
190