GEORGES SPITZMOÓLLER
—¿En Foix?—balbució d'Assigny.
—Sí... junto al pozo del castillo, cuando os hablé por
primera vez...
—¡Después de haberme salvado !-—murmuró el joven,
trastornado por aquel recuerdo.
—-Os dije esto: ¿me permitís que vaya a haceros tuna
visita a Tolosa?
—Es verdad, lo recuerdo...
—En aquel momento ya pensaba yo en la separación,
y quería ir a Tolosa para pediros lo que hoy os he
pedido.
Sólo hubiérais ido a Tolosa con ese objeto?
La voz d'Assigny temblaba al insistir de esta suerte.
Sin advertirlo, la condesa repitió con energía, querien-
do convencerle a toda costa:
—-¡Sí, con ese objeto únicamente!
e ¡Únicamente !-—articuló el joven, con una entona-
ción triste y desesperada,
Se dejó caer en un sillón, y permaneció inmóvil, des-
encajado el rostro por la emoción.
Así, pues, todas las esperanzas, todos los hermosos
sueños acariciados con motivo de aquella visita, no ha-
bían sido otra cosa que esperanzas y sueños... ¡Nada
más que eso!
¡Necio, que había podido entrever otras perspectivas
más dulces, más tiernas!...
¡Insensato, que se había recreado en una loca qui-
mera !
¡Qué misterio tan insondable es el corazón femenino!
¡Y él, el pobre d'Assigny, el golilla oscuro, porque una
criatura adorable le había sonreído, había estrechado su
mano, imaginó que aquel alma sería suya algún día,
hermana de su alma!
¡Ah! ¡qué ridícula idea! Aquella mujer sólo perse-
guía un objeto: romper unos lazos que habían llegado
a hacérsele intolerables.
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