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—Hablad.
—Espero aquí a mis amigos Robur de Vaudrey,
Santos de Lusignan y Mérovic. Si uno de ellos llega
a tiempo, me permitiréis que os devuelva vuestra pa-
labra. Porque ellos no consentirían...
-—No he de contrariaros en ese punto, querido La
Garde. Yo no tengo falso amor propio.
Ladrón de Corazones estrechó enérgicamente la
mano del almirante.
—¿Sabéis—dijo éste—que tendréis mucho que
hacer? Vuestros adversarios son valientes, y muy dies-
tros en el manejo de las armas.
—Así será más interesante la partida.
—¡Siempre el mismo! El trato con los monjes no
os ha hecho cambiar.
El corazón no cambia—, declaró gravemente Pau-
lino, por cuyo hermoso y altivo rostro pasó un relám-
pago—. Debemos morir según nacimos.
—Idos a descansar, que bien lo merecéis, amigo
mio—, dijo Bonnivet—. Me encontraréis aquí mañana
por la mañana.
-—¡Buenas noches, señor almirante!
—¡Yo os deseo sueños muy agradables!... La señora
de Cháteaubriant es muy hermosa!... Y vos la habéis
salvado...
Paulino salió del castillo, y se dirigió a la hostería
de La Lamprea, en donde su escudero Didier debía
esperarle.
Cuando se despertó, daban las diez en el campanario
Te Nuestra Señora de Melun.
Llamó:
—i¡Didier!
Éste acudió.
—¿Por qué no me has despertado, miserable?
—El señor barón no me dijo nada—, balbució el
escudero, disculpándose.
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