GEORGES SPITZMOLLER
como yo, estamos distanciados, somos casi enemigos, por
lo que respecta a la manera como se debe adorar a
Dios...
—Cuando uno es joven, no hay más que un dios: ¡el
amor!
—i¡Sí, el amor l—replicó Robur, persativo—, ¡cuan-
do se apoya en la misma fe!
—¡Vive Dios, querido! ¡Oyéndoos me parece que
he vuelto a mi convento!... Ya hablaremos de eso. En
este mundo no hay nada irremediable, salvo la muerte...
¡Ah! ¡Ya estoy listo! Ahora, Robur, vais a hacerme
el favor de acompañarme.
— ¿Adónde?
—A las orillas del Sena. Tengo ahí una cita con
algunos caballeros...
—Comprendo... ¿Ya con la espada en la mano?
—No hubo medio de evitarlo. Se trataba del honor
de una mujer.
—¿Y se puede saber de qué mujer, Paulino?
—De la condesa de Cháteaubriant.
—¿La favorita del rey?
—Ya no lo es.
—¡Medejáis estupefacto, querido! En cuanto a su
honor... ¡el honor de una manceba |...
—Toda mujer tiene su honor, Robur, ¡hasta el de su
desgracia! Y precisamente porque la condesa, privada
del favor real, se encontraba acosada por unos caba-
lleros que se disponían a abusar de su desgracia, es
por lo que le ofrecí mi protección.
ne.
e
>.
1
HP
ho HADAS Ara
DIA
e
Sar
ae
—Paulino, siempre nos daréis lecciones de delica-
deza y de valor. Os sigo.
Entró el escudero de La Garde.
-¿Están listos los caballos?
- señor,
—¿Cuántos son vuestros adversarios ?-—inquirió
vizconde.