ERES TRIAS ESC ARO TA ESA
De repente se oyó un grito.
El verdugo se detuvo.
—¿Hablaréis?—articuló el magistrado.
—¡No tengo nada que decir!
¡Continuad !—ordenó el procurador,
La tuerca dió una vuelta.
Luego otra.
Y OVA.
Esta vez; d Assigny, que apretaba los dientes para
no gritar, no pudo contenerse más. Un quejido salió
de sus labios.
-¿Confesáis?—preguntó la voz glacial del magis-
trado.
—¡No!... ¡soy inocente !...
Una nueva seña, y el verdugo prosiguió su tarea.
Pero, a la sazón, la víctima lanzaba un gemido con-
tinuado. El espantoso dolor podía más que su energía.
Aniquilaba su voluntad, al mismo tiempo que destro
zaba sus carnes.
Sin embargo, no confesaba.
El procurador hizo una seña,
Un hombre, en el que nadie había reparado aúa,
se acercó.
Era el cirujano del Chátelet.
Examinó al paciente, y dió a entender, con un ade-
mán, que podían continuar,
¡Proseguid !—volvió a gritar el procurador.
Comenzó otra vez el suplicio. Nuevamente le fueron
dirigidas al reo las mismas preguntas.
A todas siguieron las mismas protestas de inocencia.
Y, después de cada pregunta, el borceguí se cerraba
un poco más, y de las carnes tumefactas se desprendían
gotas de sangre. Crujían los huesos, los dedos estaba:
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