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Inmediatamente, como obedeciendo a una señal, diez
hombres, con la espada en alto, se precipitaron sobre *
la escolta, repitiendo: ¡
—¡Mueran!... ¡Mueran!...
Casi en el mismo instante, cuatro jinetes corrieron
hacia el coche, e hiriendo a los arqueros, que se man--
tenían junto a las portezuclas, los apartaron de allí,
sin que les fuese posible oponerse a ello, en tanto que
otros cuatro hombres, armados de martillos, hacian
saltar las cerraduras.
La portezuela cayó, rota. Del interior del carruaje”
salió un hombre pálido, con aire de fatiga y de indife-*
rencia.
Contempló la escena, sin sorpresa, y murmuró úni- El
camente, al ver a los caballeros: A
—¡El conde de Foix y sus hijos!
Lautrec le cogió por un brazo:
—¡Por el amor de Dios, caballero, daos prisa! ¡Mon-
tad en este caballo, y huíd con nosotros Í
Uno de los escuderos se había apeado, y ofrecía al 4
consejero su montura. ]
Colocaron en la silla a d'Assigny, e inmediatamente,
un galope desatentado le alejó de allí, entre el conde,
sus hijos y sus escuderos, quienes, rodeando al prisio-
nero, se dirigían como una tromba al muelle de los:
Orfebres.
Pero ya acudían los guardias del Grand-Chátelet y.
del Petit-Chátelet para cerrar el paso a los fugitivos.
, ' . . . A
Las espadas de estos últimos describieron terribles
molinetes, tan terribles que los arqueros hubieron de |
apartarse.
Y Juan de Foix, sus hijos, d'Assigny, agarrado a la.
silla, y los escuderos, pasaron como un relámpago.
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