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Borbón no se cuidaba de ella, porque abrigaba en
su corazón una pasión, no hacia su mujer, la poco agra-
ciada Susana, sino hacia una de las damas de honor de
la duquesa de Alengon.
Aquella muchacha, Lucía de Saint-Ambroise, unía
«a sus dieciocho años, el atractivo de su delicada belleza
de rubia, una gracia exquisita y una travesura de dia
blillo.
Pronto averiguó la regente quién era su rival. Desde
aquel instante, sólo pensó en apartarla de su camino.
n proyecto infernal germinó en la fértil imaginación
de madame Luisa. Y no tardó en ponerlo en ejecución.
Una mañana, la regente se hizo conducir, en un ca
rruaje que no podía revelar su personalidad, a casa
del nigromante Arezzo, cuyos servicios había utilizado
ya 1.
Celebró con él una larga conferencia.
-—Tened la seguridad, señora—, le dijo el hechicero
al despedirla—, de que vuestros designios se realiza-
rán.
—¿De veras tienen ese poder extraño los polvos de
que me habláis?
—Si, señora... Pero, ¡momentáncamente, no lo olvi-
déis!
— ¿Seis meses, decís?
—Sobre poco más o menos.
—¿Cuándo estará preparada vuestra droga?
—Mañana por la mañana, señora.
—¿Me aseguráis que dará resultado?
—Sin duda, si la empleáis en las condiciones que
Os he indicado.
1 Véase: El Capitán La Garde de Jarzac.
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