GEORGES SPITZMULLER
Entrad.
Biscarreau penetró en el vestíbulo, La señora de Cha-
ves bajó, acompañada de un hombre de cierta edad,
quien al ver al recién llegado, exclamó:
¡Ab! ¡aquí tenemos a maese Biscarreau!
El mismo, señor, para serviros,
=¿Y qué tal te va, muchacho, desde la trapatiesta
del Pónt-au-Change?
Muy bien, señor... Ahora estoy al servicio de
maese Árezzo, que me ha enviado a entregar esto a
la señora de Chaves...
—Trae pronto. Esperábamos estos remedios.
—¿Son tal vez para el preso de] que nos apoderamos
tan bonitamente en las barbas de la ronda?
—S1; la herida que tenía se volvió a abrir, por efecto
de los malos tratos de sus carceleros y de los arque-
ros, y empeoró durante la larga carrera a caballo,
camino de Meudon... Las medicinas de maese Arezzo
le restablecerán muy pronto, sin duda.
Luego, bruscamente, dijo Juan de Foix:
¡Por tu vida, hijo mío! ¡no hables a alma viviente
de la presencia del presu aquí! Podría impedirte salir
de esta casa, pero me inspiras confianza, y me parece
que podrás servirme de nuevo... Ya sabes que no regateé
el precio de tu ayuda y la de tus amigos. Tal vez tengas
aún mucho que ganar.
Los ojos de Biscarreau se iluminaron.
—No temáis nada, señor—, dijo—. Soy vuestro.
¿No me conviene a mí serviros?
Contentísimo y canturreando, el enviado de Arezzo
regresó a Paris, llevando en el bolsillo cinco escudos
de oro.
El tal Biscarreau era un pillo redomado. Leal y
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