L ERRE A
¿Sois vos, efectivamente, el que se queja, señor
de La Garde?... ¡Voy a creer que vuestra estancia en
una abadía os ha echado a perder !...
Se oyó una carcajada, y otra voz, masculina, ex
clamó alegremente:
—No lo creáis, señora.
¡Hola! ¡mi caballo tropieza !-—articuló el primer
jinete—. ¡Qué camino, Vaudrey! ¡Qué camin y 1
¡Ah! ¡He visto una luz, allí, entre los árboles!
exclamó la joven (porque era joven; ello se adivinaba,
ya que no se veía por causa de la oscuridad).
—No debemos hallarnos lejos de la casa en donde
estamos citados. ¡Con tal de que el señor Bonnivet
haya hecho lo necesario!...
¡El señor Bonnivet lo hace «siempre, señora !—
respondió una cuarta voz.
Y alguien se irguió en el camino, ante los tres jine
tes.
—¡Ah! ¡aquí le tenemos! ¡me alegro!... Comenzaba
a cansarme esta ascensión nocturna.
—¿Sois vos el que se lamenta de ese modo, Paulino ?
exclamó el almirante, fingiendo Sorpresa.
—¡Sí, voto a bríos! Este maldito país no me gusta.
¿Qué demonios he venido a hacer aquí?
Ladrón de Corazones—, porque él era el que re-
negaba de esta suerte—, parecía irritado y descontento,
En el fondo, la misión que le había confiado el rey
de Francia estaba lejos de ser de su agrado. No era
para él aquella labor, y la llevaba a cabo sin entusias-
mo, y, sobre todo, sin alegría.
El camino hacía un recodo. Los jinetes se encontra-
ron ante el castillo.
Bonnivet se precipitó hacia la amazona, y la ayudó
a echar pie a tierra.
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