GEORGES SPITZMÚLLER
icechan las traiciones, los recelos, los odios, los ape-
titos, las promesas falaces y las ambiciones desatenta
das!
Iba a continuar su violenta diatriba, cuando se pre
sentó un hombre en la puerta de la sala.
Todos los comensales se volvieron.
¡Ah! ¡Didier! ¡Al fin!—exclamó 1 adrón de Cora
zones.
¡Y que he escapado de buena !-—-su piró el fiel
escudero.
¿Qué dices?
¡Que creí, señor, que Didier entregaba esta noche
su alma a Dios! Acabo, sencillamente, de ser atacad
¡En dónde ?
-Casi a las puertas de Francfort, por cuatro hom-
bres.
_Nuestro amigo Tormes y sus secuaces—, articuló
Bonnivet—. Didier—, ordenó—, id en busca de Bor
goña y reponed vuestra fuerzas, amigo mío. Y vos
otros, señora y señores, ¿queréis descansar El día
de mañana y los siguientes serán de mucho tr din. Pen-
sad que la elección se acerca.
Si—,
gar toda nuestra habilidad, toda nuestra persuasión,
dijo Vaudrey—. Vamos a tener que desple-
-Y aflojar los cordones de nuestra bolsa... Por for
tuna, Mérovic debe traernos mu ticione
Y el almirante, al ver el nublado gesto de Ladrón
de Corazones, declaró, palmoteando afectuosamente en
el hombro de su amigo:
¿Qué queréis, Paulino? ¡Es por el rey!
Los tres caballeros acompañaron a la princesa al
cuarto que le había lo reserv: y la saludaron,
dándole las buenas noches. es se retiraron a sus
respectivas habitaciones.