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GEORGES SPITZMÚLLER
—¡Princesa !—murmuró el almirante, jadeante—.
¿Vais a mostraros cruel?... ¿No os moverá a lástima
la pasión que hicisteis nacer en mí hace tanto tiempo,
y que me devora?
No, caballero, no—, dijo burlonamente la duquesa
de Alencon—. ¡Salid de aquí!... Por favor, no insis-
táis... Os repito que no podré corresponder a vuestro
amor...
El almirante, sin hacer caso de las palabras de la
hermana del rey, trataba de abrazarla.
—¡Tanto peor! ¡vos lo habéis querido! exclamó
Margarita.
Sus uñas se clavaron en el rostro de Bonnivet; araña
ron sin piedad las mejillas, la frente, la nariz...
De un salto se puso en salvo el arañiado, y, sin decir
una palabra, mohino, rabioso, avergonzado, se enhebró
por el agujero de la trampa, la cerró, y de apareció
como un polichinela en su caja.
Oyóse una risa burlona.
-¡Gracias, señor almirante!l-—dijo alegremente
Margarita—. De esta graciosa aventura haré un lindo
cuento para mi Heptaméron.
IV
LOS EMISARIOS DEL REY DE FRANCIA
El almirante, tras una mala noche, se despertó tem-
prano aquella mañana. Estaba de mal humor y preocu-
pado. A la sazón, le parecía que su locura de aquella
noche le había de traer graves consecuencias, y su con-
fusión parecía aumentar a medida que avanzaba el día.
No se atrevía a salir de su cuarto y afrontar las
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