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tancia una claridad de misterio... Cerca, entre las col-
gaduras de la cama, se oía la leve respiración de Ba-
zilide...
La joven daba vueltas en el lecho, y suspiraba...
Una idea estrafalaria cruzó por la mente del barón,
—¿Me acordaré de mi invocación a Afrodita?—
pensó.
Y, de improviso, su voz contenida, dulce, apasionada,
pronunció:
—¡Oh, tú, Afrodita, que naciste de las azuladas on-
das del mar! ¡diosa de la belleza y del amor !...
Oyóse un ligero grito de terror...
Bazilide se había incorporado, y sus ojos se clava-
ban, con espanto, en el punto de donde salía la voz.
Paulino estaba a su lado, con la cabeza un poco in-
clinada, en actitud respetuosa y admirativa.
— ¿Quién sois?—preguntó la cortesana, interrum-
piendo la invocación.
—¡Un hombre que viene a implorar la protección y
la benevolencia de aquella que es la alegría del mundo!
Bazilide seguía examinando atentamente al joven,
pero la expresión de espanto había desaparecido de sus
ojos, y ya sólo se leía en ellos una curiosidad vivísima
y cierto regocijo.
—¿Quién sois ?—repitió la hermosa cortesana,
—¡Un desconocido a quien vuestra belleza ha vuelto
loco de amor, y que tiembla al pensar que puede habe-
ros disgustado !...
La actitud de Paulino tranquilizó a Bazilide...
—¿Cómo estáis aquí?—articuló con una entonación
que quiso hacer severa y colérica.
— ¡Como va la mariposa hacia la luz!
—¿Quién os ha traído a este cuarto?
—¡Mi locura!
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