LENA ICAO RARA
—¡Escóndete !—cuchicheó.
Paulino obedeció en el acto.
Volvieron a sonar los golpecitos...
—¿Quién está ahí?—preguntó Bazilide.
—Yo... ¡Alberto!
—¡Ah! ¿y qué deseáis a estas horas?
-—Veros, amiga mía... ¡Abrid!
La cortesana se levantó, resignada, y fué a dar
vuelta a la llave.
Entró en la estancia un hombre de unos cincuenta
años, muy alto, muy corpulento, envuelto en una capa
que dejaba entrever de cuando en cuando una sota-
na roja.
Era Su Eminencia Alberto, arzobispo de Maguncia,
cardenal romano... y protector de la hermosa griega...
Ésta había vuelto a meterse entre sábanas, y su
fisonomía reflejaba una violenta cólera.
—¡Vamos, monina !—murmuró el prelado—, no me
recibas tan mal. Salgo de una larga y enojosa con-
ferencia, y vengo para olvidar las horas de fastidio
empleadas en hablar de política.
—¿Y yo debo estar a vuestras órdenes? ¿Sometida
a vuestros caprichos? Es la una de la noche... ¿y venís
a interrumpir mi sueño? ¿Qué significa semejante
falta de delicadeza? ¿Me comprasteis en el mercado
de esclavos? ¿Y pagasteis por mí un puñado de ce-
quíes?...
—¡ Hermosa |—murmuró Alberto,
—¡No hay hermosa que valga!... ¡Salid, u os juro
que mañana me marcho de este palacio, en donde me
Muero de tedio!...
El cardenal, mohino, se acercó a la cama.
—Hagamos las paces, querida... Os pido perdón.
—0Os lo concederé cuando hayáis salido de este
Cuarto,
333