GEORGES SPITZMÚLLER
—¡Ya es nuestro !—vociferó el Tuerto, lanzando un
grito de triunfo—. ¡A él, Hans-Karl!
Paulino se sintió en peligro... Sin embargo, siempre
apoyado en la pared, se echó rápidamente su capa al
brazo izquierdo, y cogiendo su espada rota por la hoja,
descargó sobre sus agresores tremendos golpes con el
puño del arma.
Pero comprendía que la lucha no podría prolongarse
mucho tiempo. Ya el acero de Bartolomé acababa de
desgarrarle el jubón por el hombro.
De repente sonó una voz al final de la calle:
—¡ Ánimo, caballero, ánimo!
Y, diez segundos después, un hombre, con una es-
pada en la mano, acometía impetuosamente al alemán.
Éste huyó en seguida gritando:
—¡Mein Gott!... ¡Dieser Franzos' ist ein Teufel!
(¡Dios mío! ¡Este francés es un demonio!)
Bartolomé, inquieto, hizo frente al nuevo adversario,
y. Paulino, aprovechando este movimiento, asestó, con
el puño de su espada tan fuerte golpe en Ta cabeza
de Bartolomé, que éste soltó su acero, y cayó, sin lan-
zar un grito, con los brazos en cruz.
—¡Voto a bríos, caballero !-—exclamó el descono-
cido—, ha sido un golpe de mano maestra. Me parece
que mi intervención no os ha servido de mucho.
—Ya lo creo, caballero—, contestó el barón—. ¡Ved
con lo que me defendía !
Enseñó su espada rota, y el otro declaró con cor-
tesía: 3
—Pues me alegro en extremo de haber podido seros -
útil; tanto más, cuanto que sois francés, ¿no es verdad,
caballero? P
—En efecto: el barón Paulino de La Garde de Jar-
zac—, dijo Ladrón de Corazones, presentándose,
342