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GEORGES SPITZMULLER
de oro, había, además, otra cosa: un montón de papeles
impresos, con este título:
Retrato del rey de Francia.
Eran, en cierto modo, los manifiestos-——programas
de la época, y su texto tenía un sabor particularmente
electoral.
Detrás de los carros, marchaban dos jinetes a la
cabeza de un grupo de hombres de armas.
Uno de aquellos jinetes leía precisamente, con una
expresión de irónica melancolía, «el retrato del rey».
«Cuenta veintisiete años, y posee todas las cualidades
del cuerpo que se atribuyen a los atletas.
»Es alto y fornido, y tiene las piernas finas, la
frente grande, la mirada penetrante, la nariz larga y
aguileña, la tez blanca, el pelo negro, la cara redonda,
y la expresión dulce y majestuosa al mismo tiempo.
»Su inteligencia comprende sin trabajo; nada escapa
a su memoria; se expresa admirablemente, y no hay
quien hable mejor que él.
»Todos los días, después de comer, celebra conferen-
cias con los sabios, y habla de los secretos de la natu-
raleza, de las artes liberales y mecánicas, cuyos instru-
mentos y términos conoce.
»Es liberal, cortés, humano, y muy accesible...»
El ditirambo continuaba en este mismo tono.
¡Ay! ¡toda aquella persuasiva elocuencia había sido
inútil !
Esto fué lo que dijo el lector, volviéndose hacia su
compañero.
—¡Ah! amigo Fleuranges, ¿qué haremos de todos
estos papelotes, que ya no sirven para nada ?
—¡Bah!—repuso el otro—. ¿No tiene ningún pro-
yecto el señor conde de Dreux?
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