GEORGES SPITZMULLER
-—Nada, caballero. — Tenía bastante oprimido el
corazón por la emoción. Pero a unas seis toesas,
encontré el suelo... o mejor dicho, un fango al que
no se podía dar nombre... Lautrec me esperaba, y
permanecimos allí, en aquella oscuridad, en aquella
frescura húmeda y nauseabunda, contentos al pensar
que, arriba, Lescun se impacientaría llamándonos en
vano. Pero nos cansamos de nuestra inmovilidad.
Nuestros pies se hundían en el cieno. Lautrec descu-
brié una reja cubierta de limo y de barro seco...
—Comprendo—interrumpió Mérovic—. ¿Esa reja
da acceso a los subterráneos?
—Precisamente, caballero. Pero. no pudimos mo-
verla, Tuvimos que llamar a Lescun, que acabó
por averiguar de dónde salían nuestras voces. Bajó
a su vez, y más fuerte que nosotros, consiguió abrir
la reja y franquearnos el paso. ¡Ah! fué aquella una
aventura emocionante para los tres traviesos chiquillos
que éramos nosotros entonces. Recorrimos los sub-
terráneos, terribles lugares, el acceso a los cuales,
siempre vedado, había sido, más de una vez, la obses-
sión de nuestras infantiles imaginaciones.
—Sois animosa, señora.
-—No sólo los hombres lo son.
—¿Y pudisteis salir fácilmente después?
—Sí: a la entrada del subterráneo, al pie del torreón,
llamamos, y reconocieron la voz de los niños de Foix.
Pero vos, teniente, no podéis salir por ahí. La entrada -
por el torreón está estrechamente vigilada, sin duda
porque es por allí por donde han conducido a los dos
prisioneros, de modo que no hay que pensar en ella.
No teneís más que un camino posible: bajar por el
pozo... y Subir por el pozo... Será difícil...
—Se hará, señora, puesto que se trata de la salvación
de vuestros amigos. Pero no hay ninguna cuerda en
la garrucha—, añadió Mérovic examinándola.
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sia
ss