GEORGES SPITZMÓLLER
confesor, os dictará vuestras cartas y las respuestas.
Yo me entenderé con él.
Francisca, pálida, trémula, guardaba silencio... un
silencio tras del que se adivinaba la indignación y el
orgullo ofendido.
Su marido agregó:
-—No me chocaría que el rey llevase su astucia hasta
llamaros en mi nombre... ¡Ah! ¡No conocéis a ese
hombre!... Ha estado en Italia... y se ha convertido
en un italiano por el disimulo y las arterías... En fin,
podría suceder que yo me viera obligado a escribiros,
de mi puño y letra, cartas en las que os diese órdenes
en pugna con «mis deseos... No hagáis caso de ellas,
aun cuando en esas cartas os diga que vayáis a reuni-
ros conmigo.
—Todo eso es muy embrollado—dijo la condesa con
ironía. ¿Cómo sabré lo que debo hacer?
El conde sacó de debajo de su jubón una sortija
de oro.
—Escuchad, señora. En el caso de que quisiera veros
en la ciudad, emplearía una contraseña que nadie podrá
conocer.
Miró en torno suyo. Estaban algo alejados de la
escolta. Nadie oía sus palabras.
—He aquí—continuó—un anillo partido en dos mi-
tades, que yo me traje del sitio de Gaeta. Tomad una
de ellas y guardadla cuidadosamente. Si os necesito
a mi lado, os enviaré la otra mitad de este anillo,
la que yo conservo.
—¿Entonces, caballero ?...
—Al recibir esta sortija, veréis si las dos mitades
ajustan bien. Ved estos dos minúsculos ganchillos.
Sirven para unir perfectamente las dos partes del
anillo,
—Ya lo yeo...—murmuró Francisca.
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