GEORGES SPITZMÓLLER
sti corazon pertenecía a Monna Lisa, la hermosa Flo-
rentina, la Gioconda *. Además, los afectos de Fran-
cisco se debilitaban con la ausencia.
Después de Monna, otras conquistas tuvieron distraí-
do al joven y excesivamente galante monarca... y la
linda aparición de Marsella se esfumó en la lejanía...
Pero, un día, Francisco de Valois, un poco cansado
de tantos amores fáciles, un poco hastiado de tantas
aventuras, soñó con un sentimiento nuevo, profundo
y delicioso, del que ninguna de las damas de la corte
podía darle idea,
De repente, como por un fenómeno de espejismo, sur-
gió ante él, cual radiante aparición, la imagen de Fran-
cisca de Cháteaubriant... Y el recuerdo del adorable
rostro hecho de azucenas y rosas, iluminado por dos
aterciopeladas pupilas azules y coronado por la sober-
bia diadema de dorados rizos, empezó a obsesionar al
soberano...
Quiso ver otra vez a la condesa... verla a toda costa.
Y Mérovic fué a llevar al conde de Cháteaubriant
«la orden» de trasladarse a París con su mujer,
Ni un instante dudó el rey de que esta orden sería
obedecida...
Y durante muchos días esperó, atribuyendo la tar-
danza a lo largo del viaje.
Y he aquí que, por una fatalidad inconcebible--, o
por una mala fe que le irritó un instante—, la con-
desa no iba...
Francisco veía burlado su deseo, se sentía cruel-
mente herido en su amor propio de rey,
Sin embargo, se dominó y dijo con bondad:
—Veamos, ¿cuándo salisteis de Laval?
El jueves, señor.
El capitán la Garde, tomo II.
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