tación mo me permitía hacer esa vida. He ju-
gado en Ostende y he jugado en Montecarlo.
—¿Y ha perdido?
—Gané muchas veces, pero perdí muchas
más. Sabrá usted, como hombre de mundo, que
las personas, especialmente las mujeres que es-
tán dominadas por el juego, no son ya muy
sensibles en la elección de sus relaciones. Ocu-
rrió que un día, en Montecarlo, me encontré en
situación difícil, de la que me libró un hom-
bre; lo que luego tuve que pagar bien caro.
Prento me convencí de la clase de sujeto que
era: un jugador y un estafador empedernido,
un aventurero, a quien siempre estaba la Poli-
cía buscando. Al averiguar eso, abandoné la
ciudad en el acto y el país donde él residía. Pe-
ro me siguió, y me vi muy mal para librarme
de él. Sólo cuando vine aquí, a mi casa, me
sentía segura, Pero un día—figúrese usted mi
espanto—apareció de repente aquí también. Me
asediaba y exigía que me negase a casarme con
Aakerholm. Pero decidí terminar de una vez
con estas persecuciones, y le rechacé enérgica-
mente. Sin embargo, anoche volvió a visitar-
me. La visita terminó con una violenta escena.
Se marchó como una furia, y juró vengarse.
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