ta de licor delante; Aakerholm estaba: paseán-
dose por la habitación, fumando su pipa. De
repente, algo despertó su atención. Se paró,
e inmóvil, silencioso y aterrado, se quedó mi-
rando al enorme espejo que había en la ha-
bitación. Antes de poderlo yo evitar había Co-
gido un gran frulero, que, con violencia, lan-
zó contra la luna, haciéndola mil pedazos. Me
levanté asustado y exclamé:
—Pero, ¡por Dios!, ¿qué hace uster?
Me detuve, y, poniendo sus temblorosas ma-
nos sobre mis hombros, contestó :
—Nada, nada... Déjeme en paz; váyase doc-
tor. ¡Quiero estar solo!
Y me marché.
Krag se puso pensativo.
—¿Habías tú mirado en el espejo?-—pregun-
tó al doctor.
—No—contestó éste—. Yo no estaba sentado
de modo que pudiese mirar en él. Era un es-
pejo enorme, antiguo, de bastante valor.
—¿Crees que se habrán guardado los peda-
zos de cristal?
—Creo que sí. Estarán en cualquier montón
de escombros.
16