—¡Pero qué ocurrencias tiene este hombre!
¡Está loco! Con una carabina, naturalmente.
El viejo tenía una manera especial de expre-
sarse cuando se encontraba de buen talante,
como ahora.
—Escuche usted al gorrión éste. ¿Ha olido
usted alguna vez en su vida la pólvora?
—El tiro fué siempre mi única pasión—con-
testó Krag—, y soy un buen tirador de revólver.
—Eso quisiera yo verlo.
—Estoy, con gusto, a su disposición. Si los
señores quieren aguardar un momento...—y se
fué del cuarto.
Al poco rato volvió con la cajita negra en la
mano. La abrió y sacó dos revólveres, dos pre-
ciosidades con incrustaciones de oro.
Al ver las armas, el viejo varió de modo de
pensar respecto a Krag. Las examinó detenida-
mente y con interés, cogiéndolas con precau-
ción en la mano, como si temiese que se rom-
pieran. ¡Tan finamente trabajadas estaban!
—Vamos a ver un disparo de usted—dijo en-
tregando uno de los revólveres a Krag y conser-
vando en su poder el otro.
Krag sujetó un ¡pedacito de papel en el cerco
superior de la puerta de salida y se fué al fondo
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