levantó y se despidió cariñosamente de su
amigo.
Krag continuaba tan fresco de cuerpo como
de espíritu.
Cuando se quedó solo, cogió la caja con los
pedazos de luna rota que había metido en el ar-
mario. Fué colocándolos sobre el piso, con la
parte de atrás hacia arriba, y trató de juntar-
los bien. Al principio tropezó con dificultades,
pero siempre volvía a probar, hasta que, por
fin, consiguió lo que quería. Llegó a reconsti-
tuír la mitad del espejo.
Cuanto más progresaba su tarea más satisfe-
cho se quedaba el detective, y cuanto mayor
número de pedazos conseguía juntar, más le
cundía el trabajo. Al fin pudo comprobar lo
que él quería. En una esquina del espejo habían
raspado el azogue con una navaja, y eso debía
hacer poco tiempo.
-—Me gustaría saber—murmuró Krag colo-
ando cuidadosamente los pedazos en un mon-
tón—qué es lo que le hacían leer al pobre an-
ciano en esta esquina. Sospecho que debe haber
sido una tremenda acusación.
Después de colocar la caja en su sitio, sacó
92