tender que debíamos quedarnos a la puerta, al pa-
recer con el único objeto de que no borrásemos
eventuales huellas; a continuación preguntó a
Lohmann, en voz apagada, quiénes eran los inqui-
linos de las dos habitaciones contiguas.
La de la derecha la tiene la señorita von He-
Proux, y la de la izquierda, miss Wiliamson, de
Chicago. Esta se encuentra abajo, en el campo del
tennis.
—Bien. Ahora, señora, la ruego me describa
cuanto haga relación a los dos robos de que usted
ha sido objeto. Dígame lodo, hasta el pormenor
más insignificante. Desearía que empezase usted
por el de hoy.
La manera afable que caracterizaba a Carlos
Egon empezó a producir su efecto también en esta
ocasión. La baronesa, que había comenzado por
mostrarse reservada—acaso llevada por el espíritu
de clase o tal vez a causa de la sospecha apuntada
sobre su señorita de compañía—, empezó a fran-
quearse, y respondió con ligera sonrisa:
—Durante la comida del mediodía de hoy lleva-
ba yo puesto aquel vestido de pliegues que pende
de la puerta. Tenía prendido el cuello del vestido
con un broche antiguo de oro con filigranas...
Después de la comida cambié de vestido, asistida
por mi señorita de compañía, la señorita von He-
rroux; y como pensaba llevar este mismo vestido
a la reunión de esta noche en el balneario, dejé
prendido el broche en el vestido que me había qui-
tado, con intención de guardarlos después vesti-
do y broche juntos en el armario... Gomo dejo di-
cho, me cambié de vestido después de comer; la
señorita von Herroux se despidió de mí inmedia-
128