Una puerta grande, corrediza, formaba la en-
trada obligada de los huéspedes al salón-comedor.
En el extremo opuesto de éste, hallábase una se-
gunda puerta, pequeña, que daba acceso a una
pequeña habitación, en cuyo fondo había un ven-
tanillo para el paso de los manjares a manos de
los camareros del hotel. Aquella habitación se
utilizaba para depósito de la vajilla precisa en el
comedor: platos, vasos y demás.
Este cuartito, cuya puerta se encontraba abierta
siempre, estaba oculto a la vista de los comensa-
les por un biombo de casi tres metros de largo.
El que se apostara detrás del biombo podía ins-
peccionar fácilmente todo el comedor sin ser visto.
Allá nos dirigimos nosotros en el preciso mo-
mento en que la campana daba la señal invitando
a los huéspedes a la cena.
Instantes después, aparecieron los primeros co-
mensales en el refectorio. Pero casi transcurrieron
diez minutos hasta que todos éstos se hubieron
reunido y se procedió a servir la sopa.
Lutz entonces le dijo por lo bajo al jefe del per-
sonal del hotel Kaiserin Elisabeth:
—¡Mucha atención ahora! ¿Encuentra usted al-
gún rostro conocido?
—Sí, señor doctor—respondió Gassner después
de un rato de atenta observación, a través de las
juntas del biombo, por las filas de los comensales
sentados en el comedor—. ¿Ve usted aquel señor
moreno..., el sexto, contando por la izquierda...,
junto a la dama aquella gruesa con vestido color
lila?
—¿Yl que está partiendo ahora su panecillo?—
interrogó Lutz, ¿
152
ag E y
A
AR
he:
Ñ
3