bre todo su criada, que me ha abierto la puerta.
—¿ Puede saberse cuál fué ese fin?—preguntó
intrigado el cónsul.
—¿Por qué no?—respondió Lutz—. Mire, se-
ñor cónsul; todavía no sé exactamente para qué
he sido llamado por usted a consulta; sólo sé que
aquí se ha cometido una especie de robo domici-
liario, el cual, según usted, ha tenido que ser ve-
rificado con el mayor refinamiento. De aquí que
yo considerase que el autor, o los autores, tenían
que hallarse dentro de la casa. Si yo hubiese ve-
nido a esta casa franca y llanamente, en mi ca-
lidad de doctor Carlos Egon Lutz, demasiado co-
nocido en todo Francforte, se correría el peligro
de prevenir al autor, pues, aunque no me conocie-
ra éste, al ver penetrar aquí a un extraño, había
de despertar en él sospechas mi presencia, tanto
más que, según usted me dice, ha procedido con
gran cautela, y, por tanto, tiene que haber tomado
todas las precauciones imaginables. En cambio,
el cartero es siempre persona que no despierta sos-
pechas, especialmente cuando proclama tan en
alta voz que tiene que entregar unos “valores de-
clarados”, de manera que en toda la casa, hasta
en las guardillas se oiga.
—Ya le entiendo—dijo Voss, cambiando con los
otros señores una mirada que el doctor Ringstedt
advirtió.
Este se aproximó un paso a Lutz y le dijo:
— Perdone, doctor; a pesar de lo mucho que ad-
miro su perspicacia, sus cálculos creo que adole-
cen de cojera.
— Tenga la bondad de corregirla — replicó
Lutz—. Me agrada que me enseñen, señor...
—Doctor Ringstedt—dijo el otro volviéndose a
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