—Entonces—adujo Lutz-—nada se ha perdido
aún, y no causa ningún perjuicio el dedicar toda-
vía cinco minutos a estas formalidades, acaso su-
perfluas, antes de consagrarme yo de lleno a la
investigación de su caso. ¿Qué número de gorra
necesita usted para su cabeza?—prosiguió, diri-
giéndose de nuevo al docior Ringstedt.
Este contestó :
—Número cincuenta y seis.
—Muy bien; entonces le viene a usted perfec-
tamente mi gorra. Como veo, con la levita lleva
usted pantalón negro, que cuadra bien con el uni-
forme que va a ponerse, y como está afeitado, se-
gún la costumbre de su país, no ofrece dificultad
alguna la pegadura de un bigote ¡postizo. Así,
pues, manos a la obra. ¿Tiene la bondad de qui-
tarse la levita y el cuello tieso?
—Al momento, doctor.
Mientras Ringstedt obedecía las órdenes del de-
leotive, entró éste en las oficinas, y a poco volvió
con el uniforme de cartero debajo del brazo dere-
cho, y teniendo en la mano izquierda la gorra, así
como una peluca entrecana y un bigote del mismo
color, para pegarlo.
—Manos a la obra, pues—repitió Lutz.
Y diciendo y haciendo, encajó la peluca en la
cabeza a Ringstedl, que, en pie, en mangas de ca-
misa, junto a la mesa, causaba el regocijo de los
demás. Ni siquiera Nystróm pudo contener la risa
en aquel momento.
Luego que el detective hubo colocado la peluca
en la cabeza de Ringstedt, sacó del bolsillo un fras-
quito con un líquido pardusco, y manifestó, a
modo de aclaración :
-—¡Almáciga! Doctor Ringstedt: este frasquito,
36