manifestó Lutz:
—Esa no se ve nunca muy frecuentada; tengo
que probarlo.
Y prosiguió, dirigiéndose al cónsul:
—¿Tiene usted, acaso, una gorra y una chaque-
ta muy usada, lo más vieja posible?
—Si—repuso el cónsul—. Yo le proporcionaré
una gorra, y ahí fuera, en la oficina, tiene usted
colgada una chaqueta vieja, que mi secretario se
pone para el trabajo, y que está muy deleriora-
da. ¿Para qué quiere usted todo eso, doctor?
—Me ha sobrevenido de pronto un dolor de mue-
las horrible—contestó Lutz con una sonrisa que
contrastaba de manera crasa con lo que en reali-
dad son los dolores de muelas.
—¡Ah!...—exclamó Voss—. Creo haber caído
en la cuenta. Va a hacer usted una visita al doc-
tor Jellinek. ¿Espera usted algún éxito de su vi-
sita?
—Claro está; de otro modo, no me tomaría esa
molestia.
—¿Sabe usted, acaso, si estará él en casa?
—No; pero pronto lo sabré...
Así diciendo, Lutz echó mano a la guía del te-
léfono y buscó un número. Luego cogió el au-
ricular.
La Central contestó.
—Señorita... Taunus, doce mil novecientos se-
tenta y cuatro...—dijo Lutz, hablando por teléfono,
Voss y los otros dos señores observaban, sin
quitar ojo, los movimientos del detective, quien,
con el auricular al oído, permanecía ante la mesa
de escritorio del cónsul, esperando respuesta.
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Hablando más consigo mismo que con los otros,
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