que yo no haya vuelto hasta entonces, llamen por
teléfono al dentista y comuníquenle que la señora
condesa Matuscheck-Terzka—no se olviden del
bonito nombre—no acudirá hasta mañana a las
nueve, a la hora de consulta, porque hoy se ve im-
pedida de hacerlo. No atiendan a más conversa-
ción que por teléfono traten de seguir. ¿Me ha en-
tendido, señor cónsul?
—Perfectamente.
—Entonces, que no se aburran demasiado du-
rante mi ausencia. Ahora, muéstreme el camino a
su mirador que da hacia la parte posterior del
jardín.
zon estas palabras, Lutz abandonó el despacho,
seguido del cónsul.
Apenas pasados dos minutos se abrió la puerta
del jardín, y el cónsul, que estaba ya de vuelta en
su despacho, vió entrar con paso reposado en la
casa al detective, vestido con una chaqueta muy
deteriorada y una gorra que ya no era nada nue-
va. Norrland y Nystróm se llegaron al balcón tras
el cónsul.
A pesar de lo serio de la situación, los tres tu:
vieron que soltar la risa a la vista de la cara de
dolor, muy compungida, del detective, quien, para
mayor abundamiento, se sujetaba convulso con
la mano el carrillo derecho.
Pocos segundos después sonaba el timbre de la
puerta del domicilio del dentista en el piso alto.
Salió a abrir una criada joven, a quien el de-
tective se dirigió con la mayor calma y, a la vez,
en tono que revelaba su intenso dolor:
—Dispénseme, señorita, ¿puede verse al doctor?
La ¡joven miró de alto abajo al paciente, que
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