ñalando el sillón operatorio—, y, ante todo, quí-
lese esa manaza sucia de la cara.
-—Los señores de la Parsivalallee me han acon-
sejado que acudiese a usted—manifestó el pacien-
le, buscando captarse la benevolencia del dentista.
Este, que entre tanto se había lavado las manos
en una pila, dijo:
—Bien, bien... Vamos a ver lo que es eso...
Y echó mano de un espejito niquelado para ob-
servar la cavidad bucal.
Pero el paciente mantenía la boca cerrada y con-
vulsa,
—No tire, señor doctor—murmuró—; tengo mu-
cho miedo.
—¿No le da vergúenza?—reprendió el dentis-
ta—. ¡Todo un hombre como usted y que sea tan
cobarde! Además, ¿quién ha dicho que se va a ex-
traer? Con este instrumentillo no se puede sacar
una muela, ¿lo sabe usted, que tiene más miedo
que vergúenza? Abra, pues, bien la boca; bien
abierta.
Al fin se decidió el detective a abrir poco a poco
la boca, con gran cautela, a la vez que miraba de
reojo a las pequeñas pinzas que el dentista había
cogido de la mesa.
-—¡Abra más la boca!...—le dijo el dentista, e
introdujo las pinzas en la boca del detective—. La
muela parece que está un poco picada—manifes-
ló—. ¿Y qué es esto que tiene usted aquí ?—prosi-
guió con exirañeza, y extrajo una cosa negruzca
de la cavidad bucal del paciente.
—lsa es mi colilla—repuso el detective.
—¿Su qué?
—Mi colilla...; mi tabaco que he mascado—res-
pondió Lutz, e inclinándose escupió en la escupi-
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