—-S$, Peschke; ésos ya ham caído...
—En ese caso, buenas tardes, señor comisario
—respondió el chauffeur, resignado—. No puedo
remediarlo —y se echó mano al bolsillo—: si quie-
re hacerme un favor, señor comisario, le rogaría
que me vendiera estos billetes, pues cuando vuel-
va a salir del cuartón me vendrá bien el dinero
que me den por ellos.
Así diciendo, puso encima de la mesa tres bi-
lletes del ferrocarril, segunda clase. En ellos se
leía: “Francforte a Berlín - Varsovia - San Peters-
burgo.”
—Ya que tengo que renunciar al hermoso via-
je—añadió el chauffeur—, no está bien que le re-
gale al Ferrocarril también los billetes. Sería lás-
tima perder la bonita suma... Qué, señor comisa-
rio, ¿nos vamos?...
Sonriente, Fischer se dirigió a la puerta que
conducía a las oficinas, y abrió.
Fuera se hallaban, sentados, los dos funciona-
rios de la Policía.
—Jakobi y Wiegand: hagan el favor de pasar.
Y fijando la mirada en Peschke, quien sabía lo
que le iba a suceder y por lo mismo alargó las
manos, voluntario, para que se las esposaran, aña-
dió:
—Conduzcan a este hombre a la Dirección de
Seguridad. Dentro de cinco minutos estaré yo allí
con el inspector Muschall...
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