EL CORAZÓN SECUESTRADO
biese debido sumirme el espec-
táculo de mi querida esposa,
que por una especie de rabia casi in-
fantil contra el destino que me ju-
gaba aquella mala partida. ¡Dios
mío! ¡cuán digno de compasión re-
sultaba! Haber esperado tanto tiem-
po aquel momento para pasarlo en-
frente de una mujer de piedra! ¿Por
qué extraña fatalidad Cordelia se
había quedado dormida, en pie, en
mis brazos, en el momento mismo de
abrazarla? ¡Ah! ¿Era, en efecto,
aquello, como decía mi tío, una ver-
dadera tontería?
En mi horrible egoísmo, al saber
que la vida de Cordelia no corría
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