EL CORAZÓN SECUESTRADO
de su tocador, como lo habíamos
hecho la noche anterior, y no era yo,
seguramente, quien podía tener la
idea de oponerme. Todo lo que me
aproximaba a mi esposa me daba la
esperanza, sin cesar renovada, de
que llegaría a expulsar, de una ma-
nera definitiva, los espejismos que
todavía me separaban de ella. He
dicho espejismos, porque me había
hecho a esa idea cuando la segunda
noche me senté a su lado, delante de
nuestra mesita.
¿Y cómo hubiese podido ser de
otro modo? ¿Cómo no agarrarme a
esta palabra, si se considera por un
instante el abismo en que mi pobre
191