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EL CORAZÓN SECUESTRADO
¡Dios mío! Cuando la recuerdo
tal como la ví aquella segunda no-
che, en torno de nuestra cena íntima,
sirviéndome como a niño mimado,
] previendo mis menores deseos, ati-
zando el fuego para que no coglese
frío, afectando graciosas muecas au-
toritarias y dominadoras de enfer-
mera, que nos hacían morir de risa,
no puedo menos de exclamar: «Asi
era como Dios la había hecho y me
la había entregado... ¡Querida Cor-
/ delia, mi queridísima Cordelia!»
Antes de que ella hubiese encon-
trado al ladrón, era una muchacha,
i natural, de espíritu claro y alegre,
algo maliciosa y terca, puesta en el
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7 El corazón