Al verla tan contenta y con los ojos
tan brillantes me sentía muy emocio-
nado. No la había encontrado jamás
ten hermosa. Cuando estuvimos en
nuestras habitaciones se lo dije un
poco más de cerca y con mucha ve-
hemencia, aunque prudentemente.
¿Habría llegado a ser lo bastante
dueño de su cero para no tener nada
que temer de los caprichos de su
polígono? Ante la idea que si abra-
zaba a mi esposa se iba a quedar
instantáneamente dormida en mis
brazos, grandes gotas de sudor me
corrían por el rostro.
— ¡Dios mío, Héctor, cómo su-
das!-—me dijo, secándome la frente
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