GASTÓN LEROUX
lla vez dejó percibir una cierta con-
trariedad por haberme dejado sor-
prender el secreto de un estado psí-
quico que debía permanecerme ocul-
to, de otra existencia en la que no
me creía quizá digno de entrar, y
que en todo caso no le daba miedo
alguno, puesto que su cero, después
de reflexionar sobre ello, no me de-
cía: «¡Llévame a otro sitio!»
¡Ay!... Era otro el que se la lle-
vaba adonde él quería, y si no con
su asentimiento perfecto (pues hasta
en mi delirio me esforzaba por ser
justo), por lo menos sin que se de-
fendiese mucho. ¡Ay de mí! ¡No,
no! ¡Ella no se defendía! Pues de
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