pue
EL CORAZÓN SECUESTRADO
bía hecho la pregunta, —pues tú sa-
bes perfectamente que yo no puedo
oir «tu voz de silencio».
— ¡Pues si no he dicho eso, no
he dicho nada!—exclamó, miran-
dome con unos ojos inmensos.—Lo
demás no depende de mí.
Y al decir esto cayó sobre la
chaise-longue, con todo su cuerpo
sacudido por los sollozos. Caí de ro-
dillas. Todo el horror de mi con-
ducta aparecía ante mí, al propio
tiempo que la inconsciencia de Cor-
delia. ¡Querida, queridísima Cor-
delia.
¡Me maldecía a mí mismo!
Tratando de calmar su llanto, le
331