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140 G. DE LA FOUCHARDIERE
ban nada y refería su reciente viaje a Oriente a
otros que sabían muy bien que acababa de salir de
la cárcel aquella misma mañana. Recogía adhesio-
nes para un gran club del que, según decía, le ha-
bían nombrado presidente, y en el cual se jugaba
fuerte todas las noches. Legre-Ducercle había co-
menzado su carrera presidiendo partidas que se ju-
gaban con tres cartas debajo de un paraguas abier-
to y nada había perdido de su destreza para el es-
camoteo desde que se vestía de frac para operar.
Había progresado, nada más. Gracias a ciertas re-
laciones preciosas que supo utilizar, viajaba ahora
en auto, entre dos policías de la brigada mundana,
en ciertas horas difíciles de su vida, en vez de ir
en el coche celular entre dos groseros agentes.
Además, en la cárcel, siempre ocupa una celda en
el departamento de políticos.
Inmediatamente después del coche fúnebre iban
dos sepultureros que parecían correctos y silencio-
sos (no es por hacer un reclamo a la casa Boringo-
lle, pero he de decir que sus empleados son impo-
nentes y correctos hasta el extremo de que es un
verdadero placer que le entierren a uno personas
tan concienzudas).
En realidad los dos sepultureros hablaban como
el resto de la comitiva. Gracias a un largo entrena-
miento, los sepultureros consiguen hablar sin abrir
la boca y sin que se les oiga. Exteriormente no se
nota nada y, desde el punto de vista de las conve-
niencias, es lo mismo que si no hablaran.