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156 G. DE LA FOUCHARDIERE
ted almuerza con los Carter, cena con los Cunnig-
ton y duerme en casa de los Bartholomeff, enton-
ces—¡soy yo quien se lo afirmal—no venderá ni
una martingala, aunque sea usted el propio minis-
tro de la Agricultura en persona... ¡Haga la prueba
y verál
—-Me basta tu palabra.
—Además, usted compra martingalas y lo sabe
lo mismo que yo... Le decía, pues, que los entre-
nadores me habían renegado en toda la prensa y
que esto había hundido mi comercio... Cuando me
acuerdo me arrepiento de no haber doblado la
dosis.
—¿Qué dosis?
—La de mamporros que propiné a ese cerdo del
señor Lecoq el día que fuí a visitarle... En fin, tal
vez se presente otra ocasión... Y por eso me he te-
nido que poner a vender tabaco.
—Debe ser bueno el negocio...
--No es malo, pero no tiene comparación con
el de la venta de martingalas, pues el tabaco que
vendo he tenido que empezar por comprarlo, mien-
tras que las martingalas...
—Mientras que las martingalas no te costaban
nada. Todo era beneficio.
—Lo ha comprendido usted en seguida—dijo
Buif con admiración—. Además, para establecer-
me necesitaba un capital inicial... Afortunadamente
que el barón de Ripolin, cuando heredó de su sue-
gro, el señor de Lestriviére, pensó en mí y se dijo: