EL CRIMEN DE BUIF I5
-—Entonces, según tú, ¿no es una ternera despe-
llejada lo que cuelga allí? Me es igual, después de
todo.
Buif avanzó algunos pasos bajo los grandes ár-
boles, seguido del inglés. Grandes moscas azules
que cubrían los flancos del cuerpo despellejado,
volaron zumbando.
—Ahora veo lo que es... Si no es una ternera...
es un cerdo. Apuesto dos a que es una ternera y
cuatro a que es un cerdo.
El mozo, sin la menor aprensión, se aproximó al
objeto, suspendido con una gruesa cuerda a la
rama de un roble; le hizo dar la vuelta sobre sí
mismo con un ligero golpe, y contestó a Buif:
—Apuesto tres contra uno a que no es ni terne-
ra ni cerdo.
—-Van cinco francos (no puede ser otra cosa,
pues es demasiado gordo para cordero). Pero pre-
cisemos un poco; enséñame el dinero, ciudadano.
Yo no apuesto sin asegurarme de que existe el
dinero.
—¡Oh, mío portamonedas es quedado en casa!
—¿Entonces para qué hablas?—gritó Buif, fu-
rioso —. ¡Se necesita «tupé»! ¡Vaya con estos po-
bretones que pretenden engañar a la gente hon-
rada!
La indignación de Bicard era natural. Precisa-
mente él tenía en el bolsillo cuarenta céntimos
justos.
—|Vamos!—continuó—. ¿Por qué no vienes en