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224 G. DE LA FOUCHARDIBRE
don continuó, pero tan baja, que Lafrita sólo con-
siguió oirla con dificultad.
—¡Pero si yo le traigo garantías! Mire estas jo-
yas. ¿No cree usted que valen 5.000 francos?
Se oyó una risa burlona.
—¿Garantía estas joyas? ¡Pero si no valen nada!
Al contrario, sólo sirven para llevar a la cárcel a su
poseedor... ¿Cómo deshacerse de ellas? Todos los
joyeros de Paris tienen su descripción... Las joyas
que en el momento de ser asesinado llevaba el
conde Lardillon son muy conocidas. Este es el cro-
nómetro... éste el solitario... el alfiler de cor-
bata...
Lafrita se había metido los dedos en la boca y
se los mordía para no gritar. En aquel momento
habría dado cuanto poseía por tener a mano un
guardia de seguridad. Era un verdadero suplicio de
Tántalo. Tenía a los criminales al alcance de su
mano, oía sus confesiones, las pruebas del crimen
estaban allí... ¡y nada podía hacer!
—¡Vaya con cuidado, que está usted acabando
con mi paciencia!
—¿Piensa usted cortarme en pedazos? Le ad-
vierto que no pienso prestarme a ello. Tampoco
creo que vaya usted a darme una de esas inyeccio-
nes de estricnina como la que administró a la po-
bre señora de Hexam porque se dejó ir un poco
de la lengua... ¡Pobre mujerl Aun no hace un año,
¡qué enamorado de ella andaba usted! Por enton-
ces le costaba cara... Luego le produjo, cuando el