90 G. DE LA FOUCHARDIERE
—¡Cuidado! ¡Basta de bromas! ¡No he venido
para enseñarle mis dientes!...
Interiormente había pensado:
—Este pajarraco es capaz de extraerme, antes
de que me dé cuenta, un par de molares.
En efecto, el dentista había empuñado un instru -
mento de acero que lo mismo podía ser un casca-
nueces que un gatillo, pero quedó estupefacto al
oir la exclamación de Latfrita; tan estupefacto, que
perdió bruscamente el acento americano, al cual
debía su boga.
—¿No viene para enseñarme los dientes? ¡Ah,
ya comprendo! Es que a última hora siente usted
miedo y quisiera marcharse.
Y con una alentadora sonrisa añadió:
—Es cuestión de un momento nada más. Mien-
tras usted cuenta hasta diez... ¡cric, crac y ya estál
Sin dolor alguno... sólo unas ligeras cosquillas...
muy agradables.
Lafrita saltó rápidamente del sillón.
—¡Pero qué pelmazo! ¡No le estoy diciendo que
no vengo para nada que se refiera a mis dientes!
—¿Entonces?...
—Es para los dientes de otro.
Y Lafrita sacó de su bolsillo la monisima denta-
dura de oro y platino que le vimos recoger en el
parque de Maisons, en el sitio mismo en que fué
descubierto el cadáver.
—Vengo a propósito de esta dentadura—dijo—
que me he encontrado... en la calle.