Full text: La princesa del transiberiano

—Mizzi lloraba--—continuó diciendo John—, lloraba 
desconsoladamente, apretándose contra mí, acari- 
ciándome, me miraba a los ojos con sus ojos pro- 
fundos, llenos de emoción y de misterio; yo no la 
decía nada, la dejaba hacer, la pasaba únicamen- 
te la mano por la cabeza, metiendo mis dedos por 
sus Cabellos ondulados, sedosos, encantadores. Pedí 
que nos sirvieran en la habitación una cena fría, 
rociada con un vino viejo; era tarde, estábamos can- 
sados por las emociones de aquella noche, el viaje 
precipitadísimo, la situación psicológica. Cenamos 
allí, en el saloncito contiguo a nuestra alcoba y des- 
pués nos acostamos; fué lógica la explosión sexual de 
aquel encuentro, Mizi y yo nos habíamos querido mu- 
cho, en aquellas semanas que convivimos intensamen- 
te desde Irkust hasta París, y después de los años 
transcurridos, después de aquella ausencia que el des- 
tino nos impuso, al encontrarnos nuestras epidermis 
se «habían reconocido» y nuestros sentidos se habían 
engranado, acoplándose perfectamente con aquella 
ensambladura tan perfecta que constituyó nuestra 
pasión, interrumpida por el azar. Nos quedamos dor- 
midos profundamente; cuando nos despertamos era 
de noche, habíamos dormido todo el día; al acercar- 
me al balcón de la alcoba vi, a través de los crista- 
les, el lago y las luces de Montreux, reflejándose en
	        
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