110 ADELARDO FERNANDEZ ARIAS
cilitarte que pases la frontera. Vuelve con «los tuyos»
y apenas termine la guerra volveré a buscarte.
Las palabras de aquel hombre fueron para mí
como una liberación de libertad—continuó diciéndo-
me Mizzi—; me parecía soñar, al escuchar lo que
aquel hombre me estaba diciendo; me dió dinero,
mucho dinero; me dió alhajas y, con toda clase de
precauciones y garantías, me hizo acompañar por
«su gente de confianza» y, a fuerza de miles de ru-
blos, dando órdenes a los puestos de frontera, para
que me hiciesen un camino; con gente disfrazada,
me llevaron a un pueblo, ocupado por los rusos, de-
jándome en una posada, y cuando ya se supo que
yo estaba allí, segura, el comandante de las fuerzas
que ocupaban aquel pueblo, dió orden de abando-
narlo; las tropas rusas se replegaron abandonando
el pueblo, que inmediatamente fué ocupado por las
tropas húngaras; al llegar los húngaros al pueblo
y encontrarme me hicieron prisionera; pero yo lle-
vaba todos mis documentos de legitimación; pude
demostrar que era húngara y el jefe de aquellas
fuerzas militares que ocupaban el pueblo, me retuvo
con él; seducido por la fascinación de los sentidos,
al día siguiente, los rusos iniciaron otra vez el ata-
que al pueblo y las tropas húngaras tuvieron que
abandonarlo con pérdidas enormes; tuve que salir
del pueblo con las fuerzas húngaras y su jefe y co-
nocí, de cerca, los horrores de la guerra; aquel
hombre cayó herido y casi moribundo, me dijo que
«huyese hacia el interior», que me marchase a Bu-
dapest; dió órdenes para que se me acompañase y
regresé a Budapest; allí descansé unos días; la gue-
rra había transformado la capital; ya no era Bu-
dapest la ciudad tranquila, alegre, vibrante, del tiem-
po de paz; había, por todas partes, un nerviosismo ho-
rrible, una tristeza incalculable y me fuí a Viena; me
fuí a Viena instintivamente, sin saber adónde iba, hu-
yendo de Budapest, donde los recuerdos se acumula-