LA PRINCESA DEL TRANSIBERIANO 117
ocho días antes de declararse la guerra, de escapar-
se hacia el sur, con dirección a la frontera de Ga-
licia, en unión de un príncipe, primo del empera-
dor y cuyo nombre callaba. La guerra nos había
sorprendido en pleno idilio y el príncipe me llevó
con él al frente; pero durante un bombardeo del
enemigo «cayó» el príncipe y yo, presa de un pá-
nico indescriptible, huí sola al interior sin rumbo
fijo. Prometí al «Pope» entregarle quinientos rublos
«para la Caridad» y le supliqué que me ayudase a
ir a San Petersburgo para reunirme con mi marido,
a quien le pediría perdón, rogándole, al mismo tiem-
po, al «Pope» que me diera alguna recomendación
para algún miembro del Santo Sínodo, con objeto de
que me amparase si mi marido no me quería per-
donar. Mis lágrimas, mis sollozos, mis súplicas y los
quinientos rublos que puse sobre la mesa, ante los
ojos codiciosos del «Pope», le decidieron en seguida
a ayudarme. Gané pronto mi primera escaramuza;
el «Pope» me dió recomendaciones para gente de
San Petersburgo y obtuvo, del jete “Je las fuerzas
militares de aquella región, un salvoconducto para.
mí. Desde aquel pueblo hasta San Petersburgo pude
obtener muchísimas noticias, muchísimos datos in-
teresantísimos del movimiento de tropas rusas, del
ambiente de la guerra entre las poblaciones civiles,
un informe completísimo que, apenas llegué a San
Petersburgo, entregué, cuidadosamente escrito con
substancias invisibles, entre las líneas de una carta
vulgar, como la que una mujer puede escribir a una
amiga, sin importársele nada de la guerra. Ese in-
forme mío se lo dí, en condiciones cinematográficas,
a un «agente de enlace», nuestro, que «operaba» en
San Petersburgo y que yó busqué, según instruccio-
nes que en Viena me habían dado. Estuve en Ru-
sia todo el resto de 1914, el 1915 y el 16. Tuve mu-
cha suerte; hice «servicios» importantísimos hasta
que el agente inglés del Intelligence Service Corps