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ADELARDO FERNANDEZ ARIAS
lo pedí y entonces el príncipe me concedía todo lo
que yo deseaba. Fuí muy feliz con mi hija, con
nuestra hija y cuando llegó la guerra, ahora com-
prenderás por qué el príncipe no quiso retenerme,
exponiéndome a los peligros de esa guerra, y ahora
comprenderás «por qué» el príncipe no quiso obli-
garme, como hubiera sido más lógico, a hacer es-
pionaje por su Patria; a él le preocupaba «la que
él creía su hija» y quiso salvarla; por eso, para sal-
var a nuestra hija hizo todo lo que hizo conmigo;
para que «su hija» se salvase me pasó la frontera,
en la forma que me la hizo pasar; para “que «a su
hija» nada le sucediera hizo evacuar aquel pueblo
después de que Minka y yo, con mi hija, estuvimos
a salvo. El jefe húngaro que me retuvo con él, en-
vió a Minka con la niña hasta Budapest bien prote-
£gida. Desde Budapest, las dos, fueron al pueblo mien-
tras yo continuaba la ruta de mi destino. Le había
prometido yo al príncipe tenerle al corriente, a ser
posible, de cómo se desarrollaba su hija, y apenas
la guerra terminase yo volvería a Rusia y buscaría
al príncipe a toda costa para que, con nuestra hija,
reanudásemos la vida y se asegurase el porvenir de
aquella criatura «que él creyó su hija» hasta el últi-
mo momento; pero aquella niña no era «la hija del
príncipe»: ¡es tu hija!
Eva murmuró entre dientes:
—¡Qué caprichos más crueles tiene el destino!
—Si—respondió John—. Muy crueles, ¡muy crue-
les!
John miró a Eva fijamente, y muy emocionado,
con una nerviosidad manifiesta, alargando una copi-
ta vacía de licor, exclamó:
—¿Quiere usted servirme de aquel licor bianeo que
me agrada mucho?
Eva sirvió licor de una jarrita y volvió a exclamar:
—Efectivamente, ¡qué cruel es el destino!