XIV
—Después Mizzi, relatándome con voz sorda la his-
toria de su vida—dijo John solemnemente- -, CON VOZ
muy emocionada, añadió:
—Mientras Minka, con mi hija, se refugió en nues-
tro pueblecito, yo recorrí toda la órbita que antes te
he contado: fuí a Budapest y, después, a Viena. Lue-
go, cuando el alto servicio de espionaje austrohún-
garo me enroló a la fuerza, fuí a ver a Minka y a mi
hija al pueblo donde las dije que me esperaran. Y
allá están, allá me esperan. Desde allá sigue Minka
las vicisitudes de mi vida, sin saber de mí más que
cuando yo la escribo, «cuando puedo escribirla», o
cuando puedo hacer una escapatoria hasta el pueblo
para ver rápidamente a mi hija, besarla y volver otra
vez a mi lucha.
Quedé un momento pensativo. Mizzi me había he-
rido de una manera certera: ya sabía Mizzi «por qué»
me decía «aquello» en aquel instante, y Mizzi me
miró a los ojos con una interrogación angustiosa.
Después de un silencio, me dijo:
—Es preciso salvar a nuestra hija. Es preciso que
nuestra hija venga con nosotros, no podemos dejar-
la allí. Yo te seguiré hasta el fin del mundo, soy y
seré tuya hasta la muerte; pero nuestra hija debe
seguir nuestro destino.
—SÍí—múrmuré yo—, ¡indudablemente!