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tros» no tienen nada que ver en la muerte de lord
Kitchener y en la catástrofe del Hampshire. En uno
de mis viajes a Berlín, a fines de junio de 1916, es de-
cir, un par de semanas después de esa catástrofe,
tuve ocasión de asistir a una conversación intere-
santísima, que se celebraba en el caserón de Koenig-
graetzerstrasse, donde estás instaladas las oficinas
principales del espionaje germánico. Mattesius, el
jefe técnico del espionaje alemán, hablaba con el
coronel Nicolai, jefe de la «Oficina de Informaciones»
alemana, y allí estaba también Anna María Lesser,
que se conoce con el nombre de «Mademoiselle Doc-
teur», la gran espía alemana, inaferrable.
—Si—la interrumpí—, la conozco muy bien; estuvo
a punto de caer en mis manos cuando fué a Francia,
y «entregó» al griego Constantino Cudoyanis, antes
de que él hubiera puesto a Mademoiselle Docteur en
nuestras manos.
—Pues—continuó diciéndome Mizzi—en aquella
conversación me enteré de algo muy importante; de-
cía Mattesius que lord Kitchener se había enterado
de la información que Sidney Reilly envió “al Intelli-
gence Service, acerca de la traición de Sukhomlinoff,
el ministro de la Guerra de Rusia, de Mascasevitch y
de todos los altos funcionarios rusos que estaban al
servicio de Alemania. Al enterarse lord Kitchener,
por medio de un oficial de su Estado Mayor, afiliado
al Intelligence Service, del informe de Sidney Reilly
que preocupaba mucho en Downing Street, el 2 de ju-
nio de 1916, hacia las dos de la madrugada, celebró
una conferencia con el rey Jorge, y puesto de acuer-
do con él, decidió embarcar al día siguiente para San
Petersburgo. Iba Kitchener a Rusia para imponerse a
la debilidad y a la apatía del zar, exigiéndole la con-
tinuación del Gran Duque Nicolás al frente del Ejér-
cito ruso y el castigo de los traidores, cuyos nombres
pensaba revelar públicamente. La salida de Kitche-
ner se mantuvo secreta y se resolvió que para evitar
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