LA PRINCESA DEL TRANSIBERIANO 155
pase en mis actividades profesionales. El general
Pershing, que había sabido apreciar el accidente que
yo había sufrido en comisión de un servicio, me citó
en la Orden del día y se informó continuamente del
estado de mi salud, por medio de sus ayudantes. Es-
tando yo aún convaleciente, llegó el Armisticio. A
todo esto no había sabido nada de aquel agente sui-
zo que envié a los Imperios centrales, en busca de
noticias de Mizzi; no sabía nada de ella, no quería
preguntar a otros agentes ni a ninguna oficina de
informaciones, por temor de que mis preguntas pu-
dieran ser sospechosas. Había solicitado noticias del
agente suizo en várias ocasiones, sin que jamás nin-
guna oficina francesa, americana o inglesa, pudiera
localizarlo. Durante toda mi enfermedad y convale-
cencia vibró en mí, constantemente, como una obse-
sión, la incertidumbre del destino de Mizzi, que aquel
agente suizo que no había vuelto, probablemente
supo.
Apenas se firmó el Armisticio, quise saber «a toda
costa» qué había sido de aquel agente; pero preci-
samente entonces fué muy difícil, casi imposible. El
Armisticio trajo, como consecuencia inmediata, el
archivo de los expedientes en todas las oficinas de
espionaje. Lo primero que se hizo apenas el Armisti-
cio se firmó, fué cortar bruscamente toda malla del
espionaje, dejando sólo las ramificaciones de los prin-
cipales agentes; más bien de los jefes y prescindir
de los agentes secundarios, que automáticamente
quedaban en libertad «sin enlace alguno»; a pesar
de todos mis esfuerzos me fué absolutamente impo-
sible saber noticias del agente suizo.
Eva preguntó:
—Pero, ¿no sabía quién era, su verdadero nombre,
sus señas?
—$í, sabía su verdadero nombre—contestó John—,
sabía sus señas en Suiza, las señas de su amante,
que fué quien me proporcionó el «servicio» de aquel